Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios
Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

viernes, 30 de abril de 2010

LOS SIGNOS DE LA PERSONA TRANSFIGURADA

El testimonio anterior nos lleva a tratar uno de los últimos aspectos de nuestro itinerario: la progresiva vida en Dios va transformando a toda la persona, la va transfigurando ya en esta vida. Las virtudes ya son un signo de ello. "Virtud" viene de "vir", que significa "fuerza". La virtud es la fuerza de Dios en nosotros. Como dice el teólogo ruso Paul Eudokimov, "el Espíritu es dador de las energías trinitarias divinizantes que actualizan la salvación". La virtud -entendida como fortaleza de la acción de Dios en nosotros- es precisamente uno de los siete dones del Espíritu Santo (Is11,1-4). He elegido cinco signos de esta transformación.

5.1. Reconciliados y pacificados

El escritor de la posguerra alemana, Heinrich Böll, en su novela Billar a las nueve y media (1959), distingue la mirada limpia e inocente de los que han comido el Sacramento del Cordero en contraposición a la mirada turbia y altiva de los que han comido del Sacramento del Búfalo, cómplices del régimen nazi. Dicho de otro modo, la mirada de aquel o aquella que vive sumergido en la presencia de Dios irradia una calidad de existencia que pacifica y transforma a los que son mirados por ellos. La irradiación de esta calidad de existencia es lo que el Monacato de Oriente denomina "hesiquia" que integra una conjunción de serenidad, pacificación, plenitud, ternura, etc.

En palabras de Isaac el Sirio, un monje del siglo VII, esta hesiquia crea "un corazón que arde por toda la creación, por todos los seres humanos, por los pájaros, por los animales, por los demonios, por toda criatura. Cuando piensa en ellos y cuando los ve, sus ojos se llenan de lágrimas. Tan intensa y violenta es su compasión, tan grande su constancia, que su corazón se encoge y no puede soportar sentir o presenciar el mal o la tristeza más pequeña en el seno de la creación. Esa es la razón por la cual, con lágrimas, intercede sin cesar por los animales irracionales, por los enemigos de la verdad y por todos los que lo molestan, para que sean protegidos del mal y perdonados. En la inmensa compasión que se eleva de su corazón, -una compasión sin límites, a imagen de Dios- llega a orar hasta por las serpientes" (27). Estamos más necesitados que nunca de este amor desarmado que nos devuelva la inocencia, más allá de la contraposición de víctimas y verdugos, de oprimidos y opresores, porque todos somos Uno y el daño que nos hacemos nos los hacemos todos.

5.2 Enraizados y disponibles

El segundo signo de transformación interior es la capacidad de estar muy convencido de una llamada personal y, al mismo tiempo, de adaptarse a toda persona y a toda situación. Quien está en su centro, no depende de las circunstancias.


Así lo expresa San Juan de la Cruz:

"Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa que se ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si no fuesen, y ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura; ha de poner el pico al aire del Espíritu Santo, correspondiendo a sus inspiraciones, para que, haciéndolo así, se haga más digna de su compañía; no ha de tener determinado color, no teniendo determinación en ninguna cosa, sinó en lo que es voluntad de Dios; ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo .(Dichos de luz y amor, 120)

"El pájaro solitario", es decir, una criatura ligera, que está vinculada a un nido (una Tradición determinada), pero que al mismo tiempo permanece abierta a otras corrientes e interpelaciones, y no las vive como amenaza sino como oportunidad.


1. "Va a lo más alto": esta altura es, al mismo tiempo, lo más hondo, el reencuentro con el propio Centro, el espacio del corazón del que hemos ido hablando.


2. "No sufre compañía", es decir, ni crea dependencias ni se hace dependiente, porque tiene conciencia del carácter sagrado de cada persona y de que nadie puede sustituir la experiencia de Dios del otro.


3. "Pone el pico al aire", a saber, expone su deseo a la intemperie y se arriesga con la audacia que da la confianza de saberse en Dios.


4. "Sin color",es decir, sin estar aferrado a nada, sino adaptable a cualquier circunstancia y a cualquier situación. Recordemos que, cuando hablábamos de la vocación personal, decíamos que va más allá de cualquier concreción, siendo, al mismo tiempo, el alma de toda misión.


5. "Canta suavemente", es decir, sabe tener profundas convicciones y hábitos y, al mismo tiempo, sabe respetar los de los demás. Esta es la diferencia entre la sabiduría y las "ideologías", cuya forma más burda son los fundamentalismos.

5.3. Interiores y solidarios

El Pájaro solitario es también el Pájaro solidario. Como hemos intentado mostrar a lo largo del Itinerario, la vida interior no discapacita para ser sensibles y solidarios con la pobreza social, sino al contrario, va liberando de los miedos para que podamos intensificar nuestra presencia en medio de ella. La experiencia de Dios va simplificando. Este es uno de los signos de discernimiento.

Todas las reformas religiosas empiezan al lado de los pobres y tienen a la pobreza como madre. De hecho, parte de nuestro malestar cultural y religioso viene de la lejanía de los pobres. Se ha llegado a relacionar de manera sugerente "explotación" con "depresión": en los países del Primer Mundo es donde más se sufre la depresión, porque la sorda violencia de la explotación de las colonias va creando un clima de aislamiento, sospechas y soledad en la metrópolis. Todo está en comunión con todo, para bien y para mal.

5.4 Contemplativos del misterio del otro

La capacidad de contemplar y de escuchar procede de la capacidad de hacer SILENCIO, es decir, de acoger sin proyectar. Aprender a "mirar" y no sólo a ver; aprender a escuchar, y no sólo a "oír". La oración es el lugar de este aprendizaje, para que lo sea también cada instante. Ya hemos destacado la importancia de vivir en estado de atención, lo que en la Tradición ignaciana se propicia mediante el Examen de conciencia, que debería llamarse más bien Examen de lo Consciente, porque se había convertido en un ejercicio culpabilizador con mucha frecuencia (28).


Se trata de lograr la limpieza de corazón de la sexta bienaventuranza (Mt 5,8) que permite decir a un Padre del desierto: "Una sola alma creada a imagen de Dios es más preciosa a Dios que diez mil mundos y todo lo que puedan contener". Esta capacidad de sorpresa y de admiración, esta mirada de niño, se extiende a todas las cosas, de manera que todo lo agradece, todo lo ama, todo lo venera.

5.5. El don más grande, puerta y puerto de todos los anteriores: la humildad

Lo propio de la persona humilde es que su presencia posibilita la existencia de los demás sin que nadie se dé cuenta. Al humilde sólo se le percibe y se le busca cuando no está. Dios es el Humilde por excelencia: nos crea y se retira, para dejarnos ser. Como dice el Maestro Eckhart, "aquella virtud que se llama humildad está arraigada en el fondo de la Divinidad".


El humilde no tiene nada que defender, nada que justificar. Silván, del Monte Athos dice que "el que es humilde ha vencido a todos los enemigos", pero también dice que "estamos completamente endurecidos y no podemos comprender qué es la humildad ni el amor de Cristo. Se necesita mucho esfuerzo y muchas lágrimas para conservar el humilde espíritu de Cristo. Humíllate y verás como tus pruebas se convierten en descanso" (29). Esta última frase da que pensar: muchos de nuestros sufrimientos han sido causados por nuestras resistencias, porque no nos entregamos. De ahí la invitación de Jesús: "Venid a mí los que estáis fatigados y sobrecargados, aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt11,28-29). No es cuestión de "humillarse", sino de "humildarse", de convertirse en "tierra fértil". "Bienaventurados los humildes, porque ellos poseerán la tierra", dice Jesús (Mt 5,5). Poseerán la tierra sin poseerla, porque ellos mismos se habrán transformado en tierra.


San Ignacio, hacia el final de su vida, registra en su Diario íntimo un combate de cuarenta días con Dios a propósito de un asunto de pobreza de la Compañía. No lo finaliza hasta que se rinde, rendición que aparece con una peculiar expresión en el Diario: la "humildad amorosa". Una humildad que primero se refiere a Dios y que después se extiende a todas las criaturas (Diario Espiritual, 178-179.182).


Como se pregunta Isaac el Sirio "¿qué criatura no se deja enternecer por el humilde? El que menosprecia a un humilde, menosprecia a Dios. Cuanto más despreciado es un humilde por los hombres, más amado por el resto de la Creación (...). La humildad es el vestido de Dios. Al hacerse hombre, Dios se ha revestido de ella" (30). Es decir, si la encarnación de Dios pasa por el camino de la humildación ("hacerse humilde"), nuestra cristificación es divinización que pasa por el mismo movimiento de abajamiento lo cual pone de manifiesto que la divinización nos reviste de un poder que nos despoja de todo poder.
ITINERARIO HACIA UNA VIDA EN DIOS

Javier Melloni

LA TRANFIGURACIÓN DEL MUNDO: CUERPO, MATERIA, TÉCNICA Y JUSTICIA

El camino de transformación personal de cada persona implica también el camino de transformación de la historia del mundo. "El itinerario hacia una vida en Dios" es también el itinerario de toda la Creación, hasta que "Dios sea todo en todos" (1Cor15,28).


Esto implica la incorporación de las diferentes dimensiones del cosmos: el plano mineral, biológico, psíquico, mental y espiritual. De hecho, ya los primeros teólogos del Cristianismo concebían al ser humano como un "microcosmos". Lo que queremos subrayar es que el paso progresivo de la "carne" ("sarx") cerrada en sí misma, al espíritu ("pneuma"), que es todo apertura, todo donación, pasando por el psiquismo (1Cor 2,10-15) afecta a toda la Creación.

6.1 Los signos de la transfiguración en el cuerpo

El cuerpo es el "soma", no la carne ("sarx"). El aparente rechazo de San Pablo al cuerpo no es tal, sino que es contra la carne, es decir, contra las pulsiones de apropiación de nuestros instintos, pero no contra los instintos mismos, porque estos, tal como hemos visto en la Primera Parte, son también fuerzas dinamizadoras del espíritu.


Dicho de otro modo, el cuerpo es el "lugar" en el que se produce esta transformación en la dirección de los instintos. El cuerpo está llamado a convertirse en sacramento de la presencia de Dios en la persona: ""vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo; por tanto glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1Cor 6,19-20). No se trata de caer en un "culto"al cuerpo, como tal vez está sucediendo en la cultura contemporánea (aunque está reacción sea inevitable, debido al olvido que ha sufrido durante generaciones), sino de incorporarlo al proceso de "cristificación". Aquí, la sabiduría de Oriente tiene cosas que aportar: la atención a la respiración, el equilibrio de la dieta, la adecuación de las posturas, etc. De hecho, cada vez somos más conscientes de que es en nuestro cuerpo donde se inscribe el registro del espíritu; a menudo, nuestras enfermedades son signos de nuestro estado psíquico y espiritual, porque somos una unidad en grados y manifestaciones

diversas de vibraciones y de energía. De toda nuestra corporeidad, tal vez sea la mirada donde más se refleje el estado de nuestra alma. La mirada es aquella luz que hay detrás de los ojos. Cuanto más un ser se vuelve de Luz, más brillo pacífico y profundo transparenta su mirada. Esta mirada luminosa no sólo se dirige a las personas sino también al mundo.

6.2. La tarea mística de la justicia

La tarea de la justicia no es otra que la de restablecer las relaciones trinitarias en el corazón del mundo. Es decir, restablecer la reciprocidad plena entre los humanos, donde el poder deje de ser dominación para convertirse en "capacitación" de las potencialidades de los demás. La opción por los pobres es un acto místico, que participa del "amor loco" de Dios. En otras palabras, se trata de participar en la tarea crística de la reconciliación: "En Él reside toda la Plenitud y por Él y para Él se han reconciliado todas las cosas pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 20). El sentido de nuestro existir es incorporarnos a esta tarea de reconciliación universal. A nosotros, que "antes éramos hijos de la ira (Ef 2,3) "nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2Cor 5,18).


El trabajo por la justicia tiene que cuidar de no caer en la tentación de la "totalidad": toda organización, todo sistema, corre el peligro de querer dominar el Misterio y poseer la última interpretación, a la que han de someterse todas las personas. Esta ha sido la tentación de los totalitarismos. La alternativa a la Totalidad es el Infinito (E.Lévinas), es decir, la apertura a un dinamismo de relación y de fraternidad en el que el Otro /otro siempre sigue siendo un misterio, es decir, es espacio sagrado.


La inspiración mística es necesaria para la tarea política, tal como la mística necesita encarnarse en la política. Tal como ha señalado Leonardo Boff (31), pueden distinguirse tres grados de inspiración en la tarea política: el terreno técnico, en donde los diferentes programas sólo se diferencian en la forma de gestionar el bien común; el terreno ético, en el que las propuestas políticas empiezan a tener personalidad propia y son capaces de mirar un poco más allá de lo inmediato; y, por último, está la inspiración mística que, cuando está presente, otorga a la propuesta política una dimensión un alcance mucho mayor y tanto más radical. La crisis de las alternativas políticas se debe a la pérdida de la dimensión ética y mística de la política.

6.3. La transformación de la materia

La técnica y la ciencia forman parte de esta tarea de cristificación de la materia, Ciencia y religión no están en relación de oposición, sino de complementariedad. Después de siglos de mutuas sospechas y descalificaciones (el tiempo de la Modernidad), vamos descubriendo que nos necesitamos mutuamente: la ciencia escrutando el camino y la religión indicando el Horizonte. De ahí, la ofrenda de Teilhard de Chardin, científico, poeta y místico:

"Mi cáliz y mi patena son las profundidades de una alma ampliamente abierta a todas las fuerzas que, dentro de un instante, se elevarán desde todos los puntos del planeta y convergirán en el Espíritu (...). Todo lo que aumentará en el mundo a lo largo de esta jornada, todo lo que disminuirá es lo que me esfuerzo por recoger en mí para poder ofrecéroslo; esta es la materia de mi sacrificio, lo único que Vos deseáis", La Misa sobre el mundo).

Desde esta perspectiva, se puede concebir una sucesión de esferas en la evolución del planeta: en primer lugar, la aparición de la atmósfera, que permitió el origen de la vida; después, la aparición de la biosfera, que desarrolló las diversas formas de especies vivas; con la aparición del ser humano empieza a desarrollarse lo que se ha denominado la noosfera (la esfera del pensamiento). Hoy en día, con los medios de comunicación social y con Internet, esta noosfera está gestando una nueva etapa en la evolución de la Tierra, cuyo alcance todavía no percibimos. De hecho, el desarrollo actual de la noosfera es lo que está posibilitando la conciencia y la realidad creciente de la "Aldea global", que inaugura un nuevo estadio en la historia del planeta. Es una oportunidad para nuestra civilización y como toda oportunidad, no está exenta de riesgos.


Por otro lado, desde otro orden de la realidad, la resurrección de Cristo y de su cuerpo espiritual ("soma pneumatikós" 1Cor 15,44)) inauguró lo que podemos denominar pneumatosphera. Esta pneumatosphera se ha introducido como levadura en la masa de la historia y hace sólo dos mil años que ha empezado a fermentar.


Porque, ¿qué son dos mil años en el conjunto de la evolución? Si tomamos la vida de nuestro planeta (4.500 millones de años) y la comparamos con una jornada de 24 horas, podemos llegar a unas constataciones sorprendentes: la vida aparece a as 5 de la mañana (hace 4.000 millones de años); hasta la ocho de la tarde no aparecen los primeros moluscos (hace unos 1.000 millones de años); hacia las 11 de la noche (hace unos 200 millones de años) aparecen los dinosaurios, que desaparecen a las 12 menos veinte (hace unos 65 millones de años, debido a un enfriamiento del planeta), dejando campo libre para el desarrollo de los mamíferos; nuestros primeros antepasados (el homo sapiens) aparecen en los cinco últimos minutos (hace unos 7 millones de años); el cerebro se duplica en el último minuto del día. La encarnación del Hijo de Dios "al llegar la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), tiene lugar en la última décima de segundo del último segundo del día. Así pues, la resurrección de Cristo que inaugura la Semana de la Nueva Creación no ha hecho más que empezar.

El corazón

Ahora bien, según la Tradición de Oriente, el Espíritu no se encuentra desamparado, sino custodiado por un centro unificador: el corazón (leb en hebreo, kardía en griego). Pero no el corazón entendido como el órgano de la afectividad (esto sólo sería el timos, una zona demasiado inconsistente e inestable), sino un ámbito más interno y transparente, que se convierte en "sede" del espíritu. El encuentro con Dios se da en el espíritu a través del corazón; de ahí que la verdadera experiencia espiritual sea unificadora, porque integra y convoca a las diferentes dimensiones de la persona. "El sentido de nuestra vida no es otro que la búsqueda de este lugar del corazón", dice Olivier Clément. Es decir, en el centro de nosotros mismos, unificando nuestro ser, está el corazón, el "cofre" donde se custodia-oculta el espíritu (el atman hindú; de hecho, el Hinduismo también conoce la dimensión mística del corazón, a la que denomina hridaya). Por ello Jesús daba tanta importancia al corazón: "De lo que rebosa el corazón, habla la boca" (Lc 6,45); "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). En las Cartas del Nuevo Testamento se menciona con frecuencia el corazón: "Que vuestro adorno no esté en el exterior, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un espíritu (pneuma) dulce y sereno (1P 3,4); "Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Fil 4,7). Se trata, pues, de llegar a la unificación de toda la persona, que integre la afectividad, la sensibilidad, el raciocinio, más allá de la bella expresión de Pascal, que es todavía dualista: "El corazón tiene razones que la razón no conoce". Y es que hay unos ojos en el corazón que permiten comprender lo que ni los ojos del cuerpo ni la razón son capaces de percibir: "Ruego a Dios que ilumine los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados" (Ef 1,18).


Llegar al lugar del corazón es don de Dios: "Les daré un corazón, para conocerme; sabrán que yo soy el Señor. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios; se convertirán a mí con todo su corazón" (Jer 24,7). El corazón es el lugar de la renovación de la Alianza con Israel: "Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31, 33). Este vivir desde el corazón es lo que nos hace entrar en comunión: "Les daré a todos un solo corazón y un solo comportamiento, de suerte que me venerarán todos los días, para bien de ellos y de sus hijos después de ellos" (Jer 32, 39). Y también: "Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26).

En palabras de San Serafino de Sarov: "Para poder ver la luz de Cristo hay que introducir el intelecto en el corazón, la mente tiene que encontrar su lugar en el corazón. Entonces, la luz de Cristo encenderá todo el pequeño templo de vuestra alma con sus rayos divinos, aquella luz que es unión y vida con él (...). El signo de una persona prudente es cuando sumerge en su interior su intelecto y cuando toda su actividad se realiza en su corazón. Cuando la gracia de Dios lo ilumina y todo él se encuentra en un estado pacificado" (8).

En el Monacato Oriental, lo contrario de esta apertura del corazón es la sklerokardia, es decir, la "dureza del corazón", que impide la entrada en uno mismo, en los demás y en Dios.


El viaje hacia la propia interioridad, hacia la tierra sagrada del corazón de cada uno, necesita un hábil discernimiento para conocer las trampas y los "enemigos" que aparecen a lo largo del recorrido.


De hecho, el ser humano es muy vulnerable. Según la tradición ignaciana, está sometido a dos polaridades fundamentales: la consolación y la desolación. San Ignacio las define como dos movimientos: la consolación, que expande a la persona y la aligera (EE,316) y la desolación, que la retiene y la paraliza (EE,317). Tal vez no sea algo muy distinto de lo que Freud identificó como "eros" y "thanatos", es decir, las "pulsiones de vida" y las "pulsiones de muerte" que combaten en el interior del ser humano. La diferencia entre la psicología y la espiritualidad estaría en dónde se identifica el origen de estas fuerzas o pulsiones.

ITINERARIO HACIA UNA VIDA EN DIOS

Javier Melloni

LA ZARZA ARDIENDO O LA EXPERIENCIA FUNDANTE

2.1. La experiencia fundante de los orígenes y la vida espiritual como una llamada constante a la conversión

Con mucha frecuencia, lo que está al final se nos ofrece al principio como un estallido, como una anticipación. Casi todos nosotros podemos identificar en nuestra vida este primer momento de irrupción de Dios, que desencadenó en nosotros un movimiento irreversible y que ha marcado un "antes" y un "después". La teología contemporánea denomina a esta irrupción de lo Divino la Experiencia Fundante (4). Esta fue la experiencia paradigmática de Moisés en el Sinaí (Ex.3, 1-14) en la que pueden distinguirse tres elementos:

- 1. Una Teofanía (la zarza ardiendo), que muestra una Alteridad Racional.
- 2. El descubrimiento de la propia identidad (enstasis), que se convierte al mismo tiempo en el despertar de una vocación.
- 3. El dinamismo de esta vocación que se derrama hacia fuera y que se convierte en Misión (éxtasis). Moisés siempre regresará al Monte Horeb. Se trata de su experiencia fundante, que le servirá para siempre como punto de referencia en la orientación y sentido de la propia existencia.

De una u otra forma, en algún momento todos hemos experimentado un cierto estallido de luz o de comunión. Desde entonces, nos hemos sentido heridos:
"A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?"
San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, Estrofas 1 y 6.



De estas experiencias fundantes existen muchos testimonios. Sólo podemos recordar aquí algunas: la ilustración del Cardoner de San Ignacio, después de la cual "todas las cosas le parecieron nuevas; le parecía como si fuese otro hombre y tuviera otro intelecto distinto al que tenía antes" (Autobiografía, 30). Blas Pascal había cosido en la gabardina que siempre llevaba el siguiente escrito: "El año de gracia de 1654, lunes 23 noviembre, día de San Clemente, desde las nueve y media de la noche hasta las doce y media, fuego (...). Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría". También Paul Claudel tuvo su experiencia fundante una Nochebuena en Nôtre Dame, a los dieciocho años; o el filósofo Manuel García Morente, hasta entonces agnóstico (5). En todos ellos se despertó el "yo profundo" al tiempo que se producía en ellos una conversión. En la Tradición Zen, es muy apreciada esta experiencia de iluminación (se conoce con el nombre de satori) a partir de la cual el practicante de Zen ya no vuelve a ser el mismo (6).



2.2 Características y criterios de discernimiento para percibir la autenticidad de la experiencia fundante de Dios

1. Se trata de una experiencia "teopática", es decir, ninguna persona tiene la iniciativa o puede provocársela, sino que sòlo puede recibirse o "padecerla". Como dice Pascal en boca de Dios, "no me buscarías si no me hubieses hallado".


2. Contiene rasgos paradójicos: a)comporta una conciencia cierta y oscura al mismo tiempo; b) se impone por sí misma, pero al mismo tiempo requiere el consentimiento de la persona; c) es inmediata, pero llega a través de un signo: sacramento, lugar, situación personal, paisaje...


3. Marca un "antes" y un "después". Es una referencia para siempre. "Re-liga" cuando se hace memoria de ella y al mismo tiempo arraiga en el presente.


4. Dinamiza a toda la persona en una dirección determinada, unificándola y abriéndola al mismo tiempo. Es decir, des-centra (ek-stasis) y re-centra (en-stasis) al mismo tiempo.


Ahora bien, esta experiencia requiere una cierta disposición (7). En principio, no se da en las siguientes circunstancias:


1. La mirada dispersa, perdida en la diversión, distraída de sí misma. Supone una existencia que camina hacia su centro. De ahí la llamada a la unificación.


2. Tampoco en la mirada anónima, propia del hombre masificado. La experiencia de Dios personifica, da un nombre, una identidad propia.


3. Tampoco puede darse en la mirada superficial, que se contenta con el qué y el cómo de las cosas, sino que necesita una apertura de admiración y de búsqueda.
4. Tampoco en la persona dominada por el consumo, el utilitarismo, el afán de lucro, que ha reducido su mundo a su disfrute personal, insensibilizado a las situaciones ajenas. Es necesario un cierto autodominio, la capacidad de hacerse cargo de los deseos y necesidades de los demás.


5. Tampoco en la mirada dominadora, que hace y deshace según su voluntad de poder. Es necesaria una cierta capacidad de gratuidad. A esta interrelación entre don y disposición la Iglesia de Oriente la denomina synergeia, literalmente: "co-operación" -actuar conjuntamente-. Resuena aquí el lema ignaciano: " Haz todas las cosas como si dependiesen sólo de ti, pero sabiendo que dependen sólo de Dios". Algunas corrientes de espiritualidad hablan de teandrismo ("theos"(Dios) - "andros"(hombre)).
ITINERARIO HACIA UNA VIDA EN DIOS

Javier Melloni

EL MONACATO INTERIORIZADO

El ser humano, en tanto que ser creatural, esta constituido como receptáculo; esto lo configura con un vacío radical que hace que experimente diferentes carencias: desde la necesidad de respirar el aire, pasando por la necesidad de alimentos, de afecto y de reconocimiento por parte de los otros, hasta la aspiración a lo Otro que trascienda su misma necesidad, ese Otro en el que culmina la aspiración de todo deseo "creatural". Ahora bien, este vacío radical puede sostenerse de dos formas muy diferentes: cuando se vive como "voracidad" se convierte en opacidad. Cuando se vive en actitud de ofrenda, se convierte en transparencia y verdadera comunión.

La opacidad deriva de nuestra retención o "pulsión de apropiación", que revienta la comunión porque queremos absorberla.. La "pulsión de apropiación" deriva del instinto de supervivencia de nuestra existencia biológica y de nuestro yo psíquico individualizado. Fue éste, precisamente, el error de los Orígenes: querer ser dioses a costa o al margen de Dios (Gn 3). Los Primeros Padres hablaban de que si bien fuimos creados "a imagen y semejanza de Dios", al dejarnos llevar por la pulsión de apropiación, perdimos la semejanza (Gn 1,26), pero no la imagen (icono), que es la huella -o semilla- divina presente en todo ser humano. La tarea de todo ser humano es la de restaurar la semejanza con Dios: pasar de la pulsión de apropiación a la actitud de donación. Por otro lado, dice el texto bíblico que "Dios creó al ser humano a imagen suya, lo creo a imagen de Dios, hombre y mujer lo creó (Gn 1, 27). Así, la masculinidad y la feminidad son aspectos de Dios y de la realidad (animus et anima, el yin y el yang, actividad y pasividad...) que hay que aprender a armonizar.


Otra forma de hablar de esta restauración de la semejanza es la "cristificación" o "divinización" (Ef 4, 12-13), término este último, poco frecuente en la teología occidental. La divinización implica al mismo tiempo una unificación, que integra tres dimensiones simultáneas: unión con Dios, unión con los otros y unificación interior. Esta tarea no es un lujo reservado a algunos, sino que es camino de humanización indispensable para todo el mundo.


El teólogo ruso Paul Eudokimov se ha referido a esta vocación del hombre contemporáneo con la expresión monacato interiorizado. (1) Monachos viene de "monos", "uno", "único", en griego. Es decir, "monje" es aquel o aquella que está unificado: unificado con Dios, consigo mismo, con los demás y con el mundo que lo rodea. Pero para estar unido a ellos, al mismo tiempo está "apartado". Se trata de una difícil presencia-distancia respecto de sí mismo, de los demás y del mundo, para vivir sin devorar, sino entregando. Monacato interiorizado porque nosotros somos "urbanitas", es decir, habitantes de la ciudad. Nuestro desierto, nuestro monasterio, es la vida hiperurbana. Éste ha de ser el lugar de nuestro encuentro con Dios, porque éste es el escenario de nuestra donación. Se trata de ir alcanzando aquello que dijo San Serafín de Sarov, monje ruso del siglo XIX: "Encuentra la paz y miles de personas a tu alrededor se salvarán".

1.1 Sospechas y dificultades ante la tarea de la transformación interior

Para entrar en este camino, hay que superar la dicotomía ética-mística y descubrir que se necesitan mutuamente. Contraponerlas comporta debilitarlas. La ética es la carne de la mística; la mística, el alma de la ética. José María Valverde, para solidarizarse con la expulsión de Aranguren dijo: "Nulla aesthetica sine ethica". Nosotros podríamos decir hoy: "Nulla mystica sine ethica", pero también: "Nulla ethica sine mystica". Porque la solidaridad no puede comerse a la interioridad, del mismo modo que el criterio de verificación de la interioridad es la solidaridad. Ésta no puede concebirse en modo alguno como algo exterior a la experiencia espiritual, sino como algo profundamente interior: la comunión es con todo, puesto que sólo tenemos un corazón.

Pere Casaldàliga es testigo de esta integración:

La vida sobre ruedas o a caballo,
Yendo y viniendo de misión cumplida,
Árbol entre los árboles me callo
Y oigo cómo se acerca tu venida.

Cuanto menos Te encuentro, más te hallo,
Libres los dos de nombre y de medida.
Dueño del miedo que Te doy vasallo,
Vivo de la esperanza de Tu vida.
Al acecho del reino diferente,
Voy amando las cosas y la gente,
Ciudadano de todo y extranjero.

Y me llama tu paz como un abismo
Mientras cruzo las sombras, guerrillero
Del Mundo, de la Iglesia y de mí mismo.
Sonetos Neobíblicos precisamente(2)

En la primera estrofa se percibe la agitación del hombre contemporáneo ("la vida sobre ruedas o a caballo/yendo y viniendo de misión cumplida"), pero también su capacidad contemplativa ("árbol entre los árboles me callo/y oigo cómo se acerca tu venida"). Las tres segundas estrofas expresan la búsqueda, la presencia y las ausencias de Dios en el revolucionario y el ermitaño que todos llevamos dentro: "Al acecho del Reino diferente/voy amando las cosas y la gente/ciudadano de todo y extranjero./ Y me llama tu paz como un abismo..."

Precisamente, el otro reto al que tiene que hacer frente la tarea de unificación integral es nuestro desbarajuste, nuestra agitación como "urbanitas" que somos. ¿Cuál es la espiritualidad posible -la vida en el Espíritu- para un habitante de la ciudad? En el denominado Primer Mundo, nunca el ser humano había tenido que afrontar tanta dispersión de estímulos, tanta inmediatez de posibilidades de consumo, tanta simultaneidad de ámbitos, tanto anonimato... Todo ello parece incompatible con la vida del Espíritu. Pero al igual que los Padres del Desierto convirtieron el hambre, la falta de sueño y las enfermedades (los elementos adversos de su cultura) en medios espirituales, también nosotros estamos llamados a descubrir cómo transformar los actuales elementos perturbadores. Ésta es precisamente la tarea de la espiritualidad. Tarea que, sin duda, es un combate ("guerrillero de mí mismo", decía el poema de Casaldáliga).

De hecho, se dan dos caminos simultáneos.: la búsqueda de la interioridad (en-stasis) en la condición urbana y el desprendimiento de la solidaridad (ex -stasis). Más que nunca, la solidaridad está llamada a ser descubierta como un camino ético y místico al mismo tiempo: dejar que el rostro desfigurado del otro se revele como el "sacramento del hermano". Este desprendimiento (kenosis) es camino de libertad, otro nombre para la más que nunca necesaria austeridad en una sociedad esclavizada por el consumo, que lleva a la divinización (Fil 2,5-9). La estructura de la experiencia mística cristiana pasa por el movimiento:kenosis-teosis. Éste es su criterio de verificación.
ITINERARIO HACIA UNA VIDA EN DIOS

Javier Melloni

Todas las criaturas buscan la Unidad,


Todas las criaturas buscan la Unidad,
Toda la multiplicidad se aplica a conseguirla;
La meta universal de toda forma de vida
Es siempre esta Unidad.
Johann Tauler

miércoles, 21 de abril de 2010

Entrevista a una Carmelita Descalza. Vida contemplativa


La vida contemplativa no tiene sentido para muchas personas y pasa desapercibida, ¿tiene sentido vivir ocultamente alejada del mundo? ¿están verdaderamente ajenas de el? estas son preguntas muy frecuentes en muchas personas que ven la vida contemplativa como un misterio, poco entendida su servicio a la iglesia, pero esa vida oculta y silenciosa se encuentra en "el Corazón de la Iglesia", Santa Teresa de Lisieux veía la Iglesia como el Cuerpo místico, sacerdotes, misioneros, laicos eran como los miembros, como las extremidades que hacen las acciones del "cuerpo", ella describe la vida contemplativa como el "amor" dentro de la Iglesia.
Esta vida oculta dentro del cuerpo místico se convierte en el verdadero motor para toda la iglesia.

Para dar a conocer más acerca de la vida contemplativa comparto con ustedes parte de la entrevista que realizó una revista a una Carmelita Descalza, ella la compartió conmigo, me parece muy interesante:

Maria Elena de la Cruz
Priora de las Carmelitas Descalzas de León

¿Cuál es la identidad de la vida contemplativa?

Yo pienso que el sentido mas hondo hay que verlo desde el corazón y desde la fe porque humanamente esto no tiene sentido, incluso diría que para nosotras tampoco lo tendría si no hubiera un misterio que nos ha tocado. El sentido más grande es un Amor, que ha salido a nuestro encuentro. Es un sentido de mucha gratuidad y es un don para Dios pero a la vez es como un signo profético. Dios merece ser amado y de esa relación con Dios viene el darse a los demás. Unas vidas dedicadas solo a Dios son testimonios del mundo. Todo se basa en una experiencia de Dios, si no hubiese una experiencia, humanamente… nosotras somos personas como los demás.

¿Por eso hay quien crea que ustedes viven ajenas al mundo?

Hay un ejemplo muy grafico: las raíces de los árboles. Hay una raíz, oculta, que da vida. Hay una misión oculta en la iglesia y que da sentido porque nosotras no somos miembros aislados. El misterio es que no es eficaz todo lo que se ve o todo lo que se hace. Una vida entregada en lo oculto también tiene un sentido. Además nosotras somos conscientes de que no vivimos para nosotras. De hecho, la patrona de las misiones es una mujer en clausura: Santa Teresa del Niño Jesús. Nosotras tenemos una experiencia de vivir los problemas del mundo, de vivir las preocupaciones de la humanidad de una forma, más honda y más real que incluso cuando estábamos fuera. Estamos más informadas, en sentido profundo, del dolor del mundo. Y en este momento la vida contemplativa tiene un papel muy importante: entender que una vida en actitud hacia lo absoluto… produce una felicidad muy grande porque la vida tiene un sentido. Es una relación de Amor.

¿Cuál es el presente y el futuro de la vida contemplativa?

Esperanza porque esto es una obra de Dios y en la Iglesia no puede faltar porque es una misión que expresa lo que es la Iglesia. Nosotras participamos del Misterio de la Iglesia. Es verdad que en España y en Europa hay mas carencia de vocaciones sin embargo no tenemos por qué temer porque la Iglesia es Universal. La vida contemplativa se mantendrá porque es un don del Espíritu.

¿Cuál es el carisma de las Carmelitas Descalzas?

Concretamente la oración. Cuando Santa Teresa hizo esta reforma del Carmelo, creó un grupo pequeño -12 y con la priora, 13- al que ella llamaba pequeño colegio de Cristo, para que todas en oración, por a Iglesia, entregáramos nuestra vida desde unos votos. Y ahí dice: escondidas, ocultas, luchar, entregarnos por la Iglesia, por todos. La Carmelita tiene un matiz eremítico, desde el principio, pero también Santa Teresa quiso incluir la vida comunitaria, por eso tenemos dos horas de oración comunitariamente, por la mañana y por la noche. Es una vida orante en silencio.

¿Y el silencio es un lenguaje?

Yo pienso que sí porque es una plenitud. Es algo muy positivo porque la persona es capaz de reflexionar y de encontrarse consigo misma. El silencio es una terapia muy buena y necesaria para el mundo de hoy. Y además, el silencio nos hace muy felices.

+Iglesia Leon (España)

http://vocacionescristotellama.blogspot.com/2009/03/la-vida-contemplativa-en-el-corazon-de.html

viernes, 16 de abril de 2010

DUODÉCIMO GRADODE SOBERBIA: LA COSTUMBRE DE PECAR

Después de que en el terrible juicio de Dios han quedado los primeros pecados impunes, se repite con agrado el placer ya experimentado; y con la repetición se torna halagador. Con el ardor de la concupiscencia, la razón se adormece y la costumbre le esclaviza. El miserable se siente arrastrado hacia el abismo de las maldades. El cautivo es un esclavo de la tiranía de los vicios, hasta el extremo de que, aturdido en la vorágine de los deseos carnales y olvidado de su razón y del temor de Dios, dice como el necio para sí: No hay Dios. Desde ahora su norma moral es el placer; y no impide que su espíritu, sus manos y sus pies piensen, ejecuten e investiguen cosas ilícitas. Malévolo, fanfarrón y delincuente, maquina, parlotea y lleva a cabo cuanto le viene al corazón, a la boca o a las manos.

En fin, lo mismo que el justo, después de haber subido todos estos grados, corre hacia la vida con un corazón gozoso y sin trabajo, en alas de la buena costumbre, así el impío, cuando ha bajado todos los grados correspondientes, ya no se rige por la razón ni se domina con el freno del temor; los malos hábitos se lo impiden, y se lanza temerariamente hacia la muerte. Entre estos dos extremos están los que se esfuerzan y angustian ; aquellos que, atormentados por el miedo del infierno o embarazados por sus antiguas malas costumbres, se debaten sufriendo continuos altibajos.

Solamente corren sin tropiezos y sin fatiga los que están en el grado supremo o en el ínfimo. Unos van veloces hacia la muerte, y otros hacia la vida. Estos caminan con alegría; aquéllos se abocan vertiginosamente. A los primeros, la caridad les estimula. A los segundos, la pasión les arrastra. Unos y otros no sienten el peso de la vida; pues tanto el amor perfecto como la iniquidad consumada echan fuera todo temor. La verdad da seguridad a unos; la ceguera, a otros. En consecuencia, el duodécimo grado puede ser denominado costumbre de pecar; costumbre en la que se pierde el temor de Dios y se incurre en desprecio.

UNDÉCIMO GRADO:DE SOBERBIA LA LIBERTAD DE PECAR

Después del décimo grado, que llamamos rebelión, el monje es expulsado del monasterio o se marcha él mismo. Inmediatamente cae en el undécimo, y entonces entra por unos caminos que a los hombres !es parecen rectos, pero cuyo fin, a no ser que Dios lo impida, sumerge en lo profundo del infierno, es decir, en el desprecio de Dios. El impío, cuando cae en lo profundo de los pecados, cae también en el desprecio. Por eso el undécimo grado puede encabezarse con el título de libertad de pecar. Aquí el monje no ve ya a un maestro a quien teme ni a unos hermanos a quienes respeta; se goza en realizar sus deseos con tanta mayor tranquilidad cuanto más libre se ve de quienes, en cierto modo, le cohibían por el pudor o por el temor. Si ya no teme a los hermanos ni al abad, aún le queda un cierto rescoldo de temor a Dios. Y su razón, que todavía insinúa algo, antepone ese temor al deseo y ejecuta cosas ilícitas no sin una cierta pesadumbre. Imita al que vadea un río; no se precipita, entra más bien paulatinamente en la corriente de los vicios.

DÉCIMO GRADO: LA REBELION

El farsante ya no tiene remedio, a menos que la misericordia divina le tienda su mano compasiva. Es casi imposible que acepte las acusaciones de los demás. Lo normal es que se vuelva más recalcitrante cuando constata que su situación llega a ser desesperadamente agobiante. Así incurre en el décimo grado, y se alza en rebelión: De ahora en adelante ya no habrá más arrogancias personales ni desprecios fraternos solapados. Las desobediencias y vilipendios al maestro mismo son tan claros como la luz del día.

Tengamos en cuenta que todos estos grados, doce en total, pueden reducirse a tres. Los seis primeros se refieren al desprecio a los hermanos; los cuatro siguientes, al desprecio del maestro; los dos restantes, al desprecio de Dios. No olvidemos tampoco que estos dos últimos grados de soberbia corresponden inversamente a los dos primeros de humildad y que deben subirse antes de comprometerse en la vida comunitaria.

Por esta misma razón son dos grados a los que nunca debe llegar hermano alguno. La Regla misma presupone que deben subirse previamente, según leemos en el tercer grado de humildad: EI tercer grado, dice, consiste en someterse por amor de Dios al superior con una obediencia sin límite. Si se coloca la sumisión en el tercer grado, el novicio la adquiere cuando se asocia a la comunidad. Se supone, por tanto, que ya ha subido los dos grados anteriores. En fin, cuando el monje desprecia la concordia de los hermanos y las órdenes del maestro, ¿qué está haciendo en el monasterio sino fomentar el escándalo?


NOVENO GRADO: LA CONFESION FINGIDA

Aunque todos estos tipos de excusa son malos y el profeta los llama palabras malévolas, sin embargo la engañosa y soberbia confesión es mucho más peligrosa que la atrevida y porfiada excusa. Hay algunos que, al ser reprendidos de faltas evidentes, saben que, si se defienden, no se les cree. Y encuentran, los muy ladinos, un argumento en defensa propia. Responden palabras que simulan una verdadera confesión. Como está escrito, hay quien se humilla con malicia, mientras dentro está lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se inclina. Se esfuerzan por derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de la simple excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Al oír tú de sus mismos labios datos imposibles e increíbles que agravan su falta, comienzas a dudar de los que tenías por ciertos. Aflora en sus labios una confesión por la que merecía alabanza, mas la iniquidad anida oculta en el corazón. Quien lo oye, piensa que se acusa más por humildad que por veracidad; y le aplica aquello de la Escritura: El justo, al empezar a habla, se acusa a sí mismo.
Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la humildad; pero ante Dios naufraga en las dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse con estratagema alguna, entonces hace suya la voz del penitente, pero no el corazón; con esta voz borra la mancha, pero no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima transgresión queda contrarrestada con el noble gesto de una confesión pública.
En cambio, el que se acusa con fingimiento, puesto a prueba por una injuria incluso insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de encontrarse en el cuarto grado de humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el noveno grado de soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado, en sentido pleno, confesión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se descubre el fraude pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofendería a todos los demás.


OCTAVO GRADO: LA EXCUSA DE LOS PECADOS

De muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: "Yo no lo hice"; o "sí lo hice, pero lo hice como es debido". Si ha hecho algo mal, dice: "No lo hice mal del todo". Si lo ha hecho muy mal, entonces dice: "No hubo mala intención". Si le convences de su mala intención, como a Adán y a Eva, se esfuerza por excusarse diciendo que otros le persuadieron. El que excusa con descaro las cosas evidentes, ¿cómo podrá descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malos que llegan, hasta su corazón?


SÉPTIMO GRADO: LA PRESUNCION

El que está convencido de aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo que de los otros? En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a dar su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en o que no le importa. Reordena lo que ya está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que sus manos no han tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y prejuzga a los que van a ser juzgados. Si al reestructurar los cargos no le nombran prior, piensa que su abad es un envidioso o un iluso. Si le confían algún cargo insignificante, monta en cólera, hace ascos de todo, pensando que uno tan capaz para grandes empresas no debe ocuparse de asuntos tan triviales.
Es imposible acertar siempre, especialmente el que con tanta temeridad mete sus narices en todo, más por temeridad que por espontaneidad. Compete al superior corregir al que falta; pero ¿cómo va a confesar su culpa uno que ni piensa que es culpable ni tolera que le tengan por tal? Por eso, cuando se le culpa de algo, no se libera de ello, lo agrava. Si al ser corregido ves que su corazón reacciona ron expresiones zahirientes, caerás en la cuenta de que ha incurrido en el octavo grado, denominado "la excusa de los pecados".

SEXTO GRADO: LA ARROGANCIA

El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su obrar. Se deja arrastrar por la opinión de los demás. En cualquier otra cosa se fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando se trata de su persona cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería y ostentación, se considera como la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo de su corazón se tiene por el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona, no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia del que le encomia, sino arrogantemente a sus propios méritos. Así, después de la singularidad, la arrogancia reclama para sí el sexto grado. Sigue la presunción, que es el séptimo.

QUINTO GRADO: LA SINGULARIDAD

Sería bochornoso, para los que presumen ser superiores a los demás, no sobresalir en algo por encima de lo ordinario y no llamar la atención con su propia superioridad. Ya no les basta la regla común del monasterio ni los ejemplos de los mayores. No procuran ser mejores, sino parecerlo. No desean vivir mejor, sino aparentar el triunfo para poder decir: No soy como los demás. Se lisonjea más de ayunar un solo día en que los demás comen que si hubiese ayunado siete días con toda la comunidad. Le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmodia de una noche. Durante la comida, rastrea su mirada por las otras mesas. Si ve que alguien come menos, se duele de haber sufrido una derrota. Entonces empieza a privarse sin miramiento alguno de lo que creía antes que debía comer, temiendo más el detrimento de la propia estima que el tormento del hambre. Si encuentra a alguien más demacrado y pálido, se condena a sí mismo por vil, ya no vive tranquilo. Como no puede verse el rostro ni conocer el impacto de su semblante ante los demás, mira sus manos y sus brazos, se tienta las costillas, palpa las clavículas y las paletillas. De esta manera pretende comprobar lo que puede delatar su rostro según el estado de sus miembros, más o menos descarnados.

En fin, vive siempre al acecho de sus propios intereses v es indolente en los asuntos comunes. Vela en cama y duerme en el coro. Se pasa adormilado toda la noche durante el canto de las vigilias. Después, mientras los demás respiran el sosiego del claustro, él se queda solo en el oratorio; carraspea y tose; y desde el rincón donde se encuentra aturde con sus gemidos y suspiros a los que están fuera sentados. Con todas estas rarezas carentes de mérito, se acredita un excelente prestigio ante los más ingenuos, que tienen por cierto lo que ven y no se paran a pensar de dónde procede tal rumor santo, aplicado a ese individuo; e incurren en engaño.


CUARTO GRADO: LA JACTANCIA

Si a la vanidad le da por tomar cuerpo y sigue inflándose la vejiga, se llega a un grado de dilatación tal que se precisa un orificio mayor. De lo contrario, podría reventar. Esto ocurre en el monje que rebasa la vana alegría. Ya no le basta el simple agujero de la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: Mi seno es como vino sin escape que hace reventar los odres nuevos. Si no habla, revienta. Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre le constriñe. Anda hambriento y sediento de un auditorio al que pueda lanzar sus vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre ciencias, saca a colación sentencias antiguas y nuevas ensarta una perorata con el eco de palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su interlocutor, sin dejarle terminar lo que había empezado a decir. Cuando suena la señal y se precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No trata de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo.
Si la conversación versa sobre religión, en seguida saca a relucir visiones y sueños. Luego elogia el ayuno, recomienda las vigilias y se hace lenguas de la oración. Diserta ampliamente sobre la paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con una ligereza pasmosa. Si tú le escuchas, dirías que de lo, rebosa del corazón lo habla por la boca; y que el hombre bueno saca cosas buenas de su almacén de bondad.

Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina la materia a las mil maravillas. Si le oyes, dirás que su boca es todo un torrente de vanidad, un alud de chocarrerías, hasta el punto de provocar la ligereza incluso en las personas más sensatas v recatadas. Resumiendo en breve todo lo dicho: En el mucho hablar se descubre la jactancia. A lo largo de estas líneas tienes descrito y enumerado el cuarto grado. Huye de él, pero recuerda su contenido. Con esta advertencia pasemos ya al quinto; lo titulo "la singularidad


TERCER GRADO: LA ALEGRIA TONTA

Es característico de los soberbios suspirar siempre por los acontecimientos bullangueros y ahuyentar los tristes, según aquello de que el corazón del tonto está donde hay jolgorio. El monje, una vez bajados los dos primeros grados de soberbia, llega, por la curiosidad, a la ligereza de espíritu. Se siente incapaz de soportar la humillante experiencia de un gozo que tanto anhela, pero siempre bañado en tristeza, cuando constata el bien de los demás. Busca entonces el subterfugio de un falso consuelo. Reprime la curiosidad para rehusar la evidencia de su bajeza y la nobleza de los otros. Se inclina hacia el lado opuesto. Pone de relieve aquello en que cree sobresalir y atenúa con disimulo las excelentes cualidades de los demás. Así pretende cegar lo que considera fuente de su tristeza y vivir en una incesante alegría fingida. Fluctuando entre el gozo la tristeza, cae al fin en el cebo de la alegría tonta. Aquí planto yo el tercer grado de soberbia.
Con esto tienes ya suficientes indicios para saber si este grado se da en ti o en otros. A estos tales nunca les verás gimiendo o llorando. Si te fijas un momento, pensarás que se han olvidado de sí mismos, o que se han lavado de sus pecados. Pero sus gestos reflejan ligereza; su semblante, esta alegría tonta; y su forma de andar, vanidad. Son propensos alas chanzas; fáciles e inclinados a la risa. Como han borrado de su memoria todo cuanto les puede humillar y entristecer, sueñan y se representan todos los valores que se imaginan tener. No piensan más que en lo que les agrada, y son incapaces de contener la risa y de disimular la alegría tonta.


LA LIGEREZA DE ESPIRITU

El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A los que ve superiores a él, los estima un poco; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por esa incesante movilidad de los ojos, y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan pronto está lleno de maldad y se consume de envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda, vanidad ; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior.
Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y mordaz; otras, locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad fíjate cómo en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo observarás en los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar e tercer grado sin caer en él.

PRIMER GRADO DE SOBERBIA : LA CURIOSIDAD

El primer grado de soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir, por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio. El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo. Por este inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada fuera para que apaciente a los cabritos. Con acierto llámanse cabritos, símbolos del pecado, a los ojos y a los oídos; porque, lo mismo que la muerte entró en el mundo por el pecado, así penetra por estas ventanas en el alma.

El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de conocer su estado interior. Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses en cualquier otra cosa. ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: Por encima de todo guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida. ¡Curioso!, ¿adónde vas cuando te alejas de ti?; ¿a quién te confías durante ese tiempo?; ¿cómo te atreves a levantar los ojos al cielo, tú que pecaste contra el cielo? Clava tus ojos en tierra para que te conozcas. La tierra te dará tu propia imagen; porque eres tierra y a la tierra has de volver.

Los grados del orgullo . San BERNARDO DE CLARAVAL

PRIMER GRADO DE SOBERBIA : LA CURIOSIDAD


SEGUNDO GRADO: LA LIGEREZA DE ESPÍRITU

TERCER GRADO: LA ALEGRÍA TONTA


CUARTO GRADO: LA JACTANCIA


QUINTO GRADO: LA SINGULARIDAD

SEXTO GRADO: LA ARROGANCIA


SÉPTIMO GRADO: LA PRESUNCIÓN


OCTAVO GRADO: LA EXCUSA DE LOS PECADOS


NOVENO GRADO: LA CONFESIÓN FINGIDA


DÉCIMO GRADO: LA REBELIÓN


UNDÉCIMO GRADO: LA LIBERTAD DE PECAR



DUODÉCIMO GRADO: LA COSTUMBRE DE PECAR

jueves, 15 de abril de 2010

El amor racional y espiritual , Segundo y Tercer grado del amor.

– El amor racional y espiritual

Aunque baste para la salvación, el amor “carnal” a Cristo ha de ser trascendido, porque en su unión con el Señor, el alma se une con la Persona divina del Verbo. Bernardo afirma esto con vigor, a pesar de que siempre y de principio a fin llevó consigo el recuerdo de la Pasión. Este paso de lo visible a lo invisible está simbolizado en el misterio de la Ascensión, cuando Cristo desapega a sus apóstoles de su presencia corporal diciéndoles: si me amarais, os alegraría que me vaya con el Padre (Jn 14,28). Y comenta Bernardo: “le amaban dulcemente, pero sin prudencia; le amaban carnalmente, pero no racionalmente; le amaban con todo el corazón, pero no con toda el alma” (SCant 20, IV,5). Conviene que el Cristo carnal se vaya al cielo, para que descienda el Espíritu, y con él otro nivel más elevado de amor: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así (2Cor 5,6).

El amor racional pasa, como antes hemos visto, del amor al Verbo-Carne al amor al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, Santidad, Justicia y Virtud, porque Cristo se ha hecho para nosotros todo eso: Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención (1Cor 1,30). Es decir, ama y se configura con las cualidades éticas y espirituales que caracterizan la personalidad interna de Cristo. A diferencia de aquel l amor que se conmueve por el recuerdo de la pasión, éste arde siempre por el celo de la justicia, emula en toda ocasión lo verdadero, siente ansias por alcanzar la sabiduría, ama la santidad de vida y la moral de sus costumbres, se avergüenza de toda jactancia, aborrece la detracción, desconoce la envidia, detesta la soberbia, no sólo huye de toda gloria humana, sino que le fastidia y la desprecia, abomina extremosamente y persigue en sí mismo toda impureza de la carne y del corazón, deshecha con toda naturalidad todo mal y se adhiere a todo lo que es bueno (SCant VI,8).

Por tanto, este amor apunta a la realización moral de la persona, a la configuración con el Cristo ético, con la doctrina evangélica, que establece la virtud misma de Cristo en el alma y deja atrás las pasiones y los apetitos carnales. Mientras el amor afectivo a veces es ambiguo y puede llevar al subjetivismo y a desviaciones religiosas, en el sentido de un iluminismo o un engaño diabólico (SCant 20,9), éste es prudente, juicioso, circunspecto, y se deja guiar por la razón y la regla de la fe. Bernardo piensa sin duda en las herejías teológicas y espirituales de su tiempo, como por ejemplo los cátaros, con las que tuvo que confrontarse:

Será racional -este amor- si en todo lo que debemos sentir de Cristo se mantienen con tal firmeza las bases de la fe, que ninguna apariencia de verdad, ninguna desviación herética o diabólica serán capaces de apartarnos jamás de sentir limpiamente con la Iglesia. Esta misma cautela debemos observar en la propia conducta, de modo que nunca sobrepase el límite de la discreción, con ninguna clase de superstición, ligereza o vehemencia del fervor, bajo pretexto de una mayor devoción (SCant VI,9).

Como es lógico, este amor no sólo requiere discernimiento en la inteligencia, sino también fortaleza, valor y constancia en la voluntad, para que ésta se convierta y se configure enteramente con la virtud de Cristo, y así pueda amarle también con todas las fuerzas. Este amor con todas las fuerzas es el amor espiritual, que no tiene con el anterior más que una diferencia de plenitud, dado que la santidad no es otra cosa que la plenitud de la Virtud de Cristo en el alma por el Espíritu Santo:

Amaremos a Dios con todas las fuerzas y el amor será espiritual, si con la ayuda del Espíritu llega a tal vigor que no se abandona la justicia, ni por la coacción de los sufrimientos o tormentos, ni siquiera por miedo a la muerte. Creo que merece ser llamado así porque goza de esta prerrogativa que es su característica: la plenitud del Espíritu (SCant VI,9).

Ahora bien, el hecho de que el amor del corazón deba trascenderse no significa que deba abandonarse. Un amor que sólo tuviera como apoyo una meditación exclusivamente espiritual, iría contra la naturaleza corporal y espiritual del hombre en esta vida, que no podría sostener tal tensión, y si pretendiera mantenerse mediante su esfuerzo en esa cima, vería entibiarse su amor a Dios y languidecer. Por eso:

Éstas son las manzanas y las flores (recuerdo de la pasión, etc.) que la esposa pide para alimentarse y fortificarse. Pienso que ella teme que se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no la reaniman con estos estímulos (testimonios sensibles de amor) (AmD III,10).

O puede derivar en orgullo espiritual; por eso siente que un día Cristo le dice: “No pretendas grandezas que superan tu capacidad; contempla apaciblemente mis heridas y todo lo que he sufrido en mi carne” (SCant 45,4). Y también: Ne irreverens scrutator majestatis opprimatur a gloria (SCant 32,3).

El recuerdo del amor de Dios manifestado en Cristo seguirá siempre excitando el corazón del hombre, hacía la plenitud de la presencia en el cielo. “El recuerdo pertenece al tiempo presente, la presencia al Reino de los Cielos” (AmD III,10). No perdamos nunca de vista que es el propio Dios el que se manifiesta y da prueba de su amor en el misterio de la Encarnación y de la Pasión. Cuando amo a Cristo, es al Verbo de Dios a quien alcanza mi amor. Amar así a Cristo es realizar el aprendizaje del amor-caridad. Aquel que se ha hecho incapaz de gustar otra cosa que los goces sensibles y carnales, tendría que elevarse espiritualmente para poder salir de esos goces, y reencontrar en este orden espiritual un objeto que, por su transparencia, le abriera al mundo del espíritu. “Por eso, escribe san Bernardo, el Verbo ofreció su carne a los que gustan de la carne, para que aprendieran a gustar el espíritu” (Idem 6,3).

lunes, 12 de abril de 2010

LA ORACIÓN TEOLOGAL

La oración del corazón no es más que la introducción a un tema muy amplio, demasiado amplio tal vez, porque es algo muy sencillo y siempre nos cuesta identificar y formular las cosas sencillas. Hoy me gustaría hablarte de la oración teologal que es, en realidad, otra forma de acercarnos a la oración del corazón.

¿Que significa la fórmula “oración teologal”? La fórmula “oración teologal” evoca a una orientación del corazón que se apoya en las tres virtudes teologales: fe, esperanza y amor. Supongo que esto es algo bastante preciso; las virtudes teologales son, en resumen, las capacidades que nos da Dios gratis para poder llegar a él directamente, mientras que las demás virtudes, las morales, tienen que ver con los medios que nos ayudan a caminar hacia Dios.

Nos reencontramos aquí con una orientación esencial de la oración del corazón que apunta directamente al corazón de Dios. Es lo más profundo de mi corazón quien está en la búsqueda de un encuentro directo con Dios. No solamente es un encuentro afectivo para experimentar la ternura divina que viene a satisfacer mis necesidades más íntimas y secretas, de probar la bondad de Dios siendo una persona hu-mana, sino también la oportunidad que me ha sido ofrecida por el Padre: es él quien viene a mi y, más allá de todos los medios o intermediarios, este encuentro se realiza porque él está de acuerdo y me da esta oportunidad.

En este momento me pregunto si tú no querrás interrumpirme para decirme: “¿Por qué insistir en algo que parece más que evidente? Rezar es buscar a Dios, es ir al encuentro más inmediato entre él y yo en el amor”.

Efectivamente, me parece que muy a me-nudo en lugar de rezar así, gastamos el tiempo y la energía en actividades que tal vez solo se parecen a la oración. Ya no es Dios sino el yo de cada uno el que se convierte en el centro de interés de semejante actuación. Esto lo experimentamos todos pero quizás no sacamos las conclusiones que conlleva. Permíteme que te cuente algo de mi vida para ilustrar lo dicho.

En la evolución de mi oración, he vivido una aventura y sé que muchos han pasado por una experiencia análoga; por eso creo útil decir unas palabras sobre lo que ha golpeado y orientado el resto de mi existencia. Cuando yo era adolescente, un día, aparentemente por casualidad, encontré un volumen de las obras de la gran santa Teresa. Y esta lectura transformó mi vida. En cierto modo ella hizo surgir instantáneamente de lo más profundo de mi corazón una fuente cuyo contenido me seria difícil de describir aunque yo sabia que esta lectura estaba estableciendo un vinculo infinitamente profundo y verdadero entre mi corazón y Dios.

Esta fuente era lo suficientemente abundante como para regar toda mi vida; ella me llevó a mi celda de la Cartuja donde respondía a todas mis necesidades tanto las de soledad como las de liturgia. Sin ni siquiera hacerme preguntas, podía volver a mi fuente que nunca me decepcionó.

No obstante, un día se matizó cuando se me presentó una duda. ¿Qué es lo que me daba esta fuente? ¿Respondía de verdad a los deseos íntimos de mi corazón? Dicho de otra manera ¿era Dios lo que encontraba en ella? ¿O tal vez -y es ahí donde se hacía dolorosa la pregunta- no era, en última instancia, donde yo me encontraba a mí mismo aunque fuera a través de ella, como me llegaba el reflejo de Dios que me cautivaba desde hace años? La cuestión se hacía cada vez más clara: esta fuente no era Dios y yo sólo tenía sed de él. Debería pues abandonar a mi querida fuente. Si esto había sido posible, ahora yo la había secado y obstruido pues empezaba a sentirla como un obstáculo porque ocupaba el lugar de Dios en mi corazón. Entonces fue cuando descubrí la necesidad de encontrar el medio, la actitud del corazón a través de la cual abriría la puerta directamente a quien desde hacía tanto tiempo estaba llamando en vano porque en mi oración, de lo primero que me ocupaba era de mí mismo.

He contado este episodio para dar un ejemplo de lo que me parece que es una trampa inevitable de la soledad: bajo el pretexto de buscar a Dios, al final acaba uno encontrándose a sí mismo, de manera muy piadosa, y en esto consiste su felicidad. ¿Cómo escapar a esta emboscada?
de un cartujo

ENTRAR EN EL SILENCIO

Siguiendo el camino del que estoy hablando es normal que, progresivamente, la actividad intelectual se apacigüe durante el tiempo de oración; en la medida en que las emociones del corazón están canalizadas, cualquier distracción o divagación pierde su razón de ser. Es decir, que la oración del corazón, de un movimiento casi espontáneo, nos orienta hacia el silencio. Algunos días esta sensación es más fuerte y resulta inevitable no encontrarse expuesto, por así decirlo, a la “tentación del silencio”.

El silencio es un bien que seduce el corazón desde el momento en que haya tenido una agradable experiencia. Pero hay muchas formas de silencio y no todas son buenas. La mayoría incluso se pueden considerar deformaciones antes que auténtica oración de silencio.

La primera tentación es hacer del silencio una actuación a pesar de estar convencido íntimamente de lo contrario. Bajo el pretexto de que la inteligencia está parada y que el corazón parece estar en reposo, nos imaginamos que hemos llegado al verdadero silencio del ser. En realidad, este silencio, aunque posea una indiscutible autenticidad, es el resultado de una tensión de la voluntad que al fin y a cabo es lo más sutil pero también lo más pernicioso. En lugar de tener nuestro corazón disponible, eso nos mantiene en un estado que nos impone una actitud artificial que, en última instancia, no ofrece al Señor una acogida porque nos estamos apoyando en nuestras propias fuerzas. En el caso de personas con una voluntad enérgica, esto puede representar mayor obstáculo para una verdadera disponibilidad al Señor. Hablando materialmente, el silencio es grande pero es un silencio replegado sobre sí mismo, y apoyado en sí mismo.

Otra tentación representa el deseo de hacer del silencio un fin. Nos imaginamos que la razón de ser de la oración del corazón e incluso de cualquier existencia contemplativa es el silencio. Estamos en una realidad material. No nos paramos en la persona del Padre o en la de su Hijo, ni en la del Espíritu. Es mi estado el que cuenta y no la relación real de amor y de disponibilidad que tengo respecto a Dios. Ya no es una oración sino una contemplación de mi mismo.

Una tentación análoga a la anterior consiste en hacer del silencio una realidad en sí misma. El silencio es suficiente. A partir del momento en que todos los ruidos de los sentidos, de la inteligencia, de la imaginación han sido calmados, se instala en nosotros un auténtico placer y esto es suficiente. No necesitamos nada más. Nos negamos a buscar otra cosa. Todo lo que introduciría una nueva idea, aunque sea sobre el Señor, aunque venga de él parece un obstáculo. La única realidad divina en aquel momento es el silencio. Ya no hay oración; estamos creando un ídolo llamado silencio.

No digo que el auténtico silencio no sea una realidad muy importante a la cual hay que atribuir su gran precio. Pero si queremos entrar en el auténtico silencio habrá que renunciar al silencio en el fondo del corazón. O sea, no hay que deshonrarle, ni despreciarle, ni siquiera renunciar a buscarle sino evitar convertirle en un fin.

Sobre todo hay que evitar creer que el verdadero silencio es el resultado de mi esfuerzo personal. No tengo por qué construir el silencio pieza a pieza como si fuera un producto de fábrica. Demasiado a menudo nos imaginamos que el silencio consiste únicamente en establecer la paz en las facultades intelectuales, imaginativas y sensuales. Si, esto es un aspecto del silencio pero no es todo el silencio. Además, es necesario que nuestro corazón profundo, en la medida en que se identifique con la voluntad, esté él mismo en silencio y que esté calmado cualquier otro deseo distinto al de hacer la voluntad del Padre. Es decir, que mi deseo en lugar de estar dispuesto a imponerse al resto del ser humano, permanezca en pura disponibilidad, a la escucha y acogedor. Entonces aparece la posibilidad de entrar en un auténtico silencio del ser entero ante Dios, un silencio que nace de la conformidad real de mi ser profundo con el Padre, del que es imagen y semejanza.

Sólo Dios basta. Lo demás es nada. El auténtico silencio es la manifestación de esta realidad fundamental de cualquier oración. Hay un verdadero silencio en el corazón a partir del momento en que han desaparecido todas las impurezas que se oponen al Reino del Padre. El verdadero silencio se establece únicamente en un corazón puro, en un corazón que haya llegado a ser parecido al de Dios.

Por esta razón, un corazón puro de verdad puede guardar un silencio completo hasta cuando está sumergido en diferentes actividades porque ya no hay desacuerdo entre él y Dios. Incluso si su inteligencia y su sensibilidad están en actividad, por estar en conformidad con la voluntad de Dios, el auténtico silencio continúa reinado en ese corazón.

“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.

MI DEBILIDAD, LUGAR PARA DESCUBRIR Y ENCONTRAR LA Ternura del PADRE

El reflejo espontáneo del ser humano es tener miedo de sus propias debilidades. En el momento en que constatamos que no siempre podemos contar con nuestras propias fuerzas, una cierta inquietud nos invade y corremos el riesgo de acabar angustiados. De hecho, todo lo escrito hasta aquí nos lleva a perder la seguridad personal que tenemos, sacando a la vista nuestra vulnerabilidad, nuestros desequilibrios escondidos, los límites de nuestra condición de criaturas, etc. Y cada vez decimos: sólo hay una solución que consiste en reconocer la verdad de lo que somos y entregarla al Señor para que se ocupe de ella.

Acordémonos del episodio de la tormenta calmada. Los apóstoles están asustados por la tempestad que sacude el barco y despiertan a Jesús que les pregunta sorprendido: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” Luego, con un solo gesto calma las olas.

¿Por qué tener miedo de mis debilidades? Existen. Durante mucho tiempo me he negado a mirarlas a la cara. Poco a poco he empezado a domesticarías. Estoy obligado a reconocer que forman parte de mi mismo. No son un efecto exterior del cual podré deshacerme definitivamente un día. Aún más: si tuviera la tendencia a olvidarlas, el Padre se encargaría rápidamente de recordármelas. Me permitirá algún error, ante el cual no podré negar mi naturaleza de pecador. Dejará que la salud me falle de tal forma que tendré que declararme vencido y entregarme sin defensa al amor del Padre. Así me hará comprobar, sin posibilidad de duda alguna, la gran limitación de mis facultades.

Pero lo nuevo en todo esto es que a partir de ahí, en lugar de representar un peligro para mí, mis propias debilidades se convertirán en una oportunidad para ponerme en contacto con Dios. Por esta razón tengo que dejarme domesticar por ellas; dejar de considerarlas como un lado inquietante de mi personalidad para verlas como una dimensión deseada o aceptada por el Padre. Esto no supone un paso atrás sino una estructura fundamental de la vida divina tal y como me ha sido dada. Cuando me veo inesperadamente enfrente de una nueva debilidad de mi carácter que todavía no había descubierto, mi primera reacción debería ser intentar ver al Padre en ella en lugar de asustarme.

Entonces, ¿cómo no plantear una pregunta? La transformación de la debilidad -parecida en todo a un fracaso- en victoria del amor ¿podría ser una especie de recuperación a través de la cual Dios transforma el mal en bien? o, al contrario ¿no estaríamos en presencia de una dimensión fundamental del orden divino?

Muchas cosas se podrían decir sobre este punto. Conformémonos con comprobar simplemente que incluso en la naturaleza todo auténtico amor es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, poseer o imponerse. Amar quiere decir acoger al otro sin pensar en defensa o protección, teniendo, por tanto, la certeza de ser acogido de todo corazón por el otro sin ser juzgado, condenado y, aún menos, comparado. No hay pruebas entre dos seres que se aman. Hay una especie de inteligencia mutua interior gracias a la cual no se teme ningún mal que venga del otro.

Esta experiencia, aunque nunca llega a ser perfecta, es bastante convincente. Y por lo tanto es solo un reflejo de la realidad divina.

A partir del momento en que empezamos a creer de verdad, con el corazón, en la ternura infinita del Padre, nos sentimos en cierto grado

obligados a ir bajando -cada vez más y más- hacia una aceptación positiva y alegre del hecho de no tener, no saber, no poder. En esto no hay ninguna autohumillación malsana. Simplemente estamos penetrando en el mundo del amor y de la confianza. Y así, casi sin darnos cuenta, entramos en comunión con la vida divina. Las relaciones del Padre y el Hijo en el Espíritu son, a un nivel que desborda totalmente nuestra capacidad de comprender, la encarnación perfecta de esta debilidad plenamente asumida en la comunión.

De manera más cercana a nosotros, se manifiesta la ternura íntima del tres veces Santo en la relación del Hijo encarnado con su Padre. ¿Cómo no asombrarse de la serenidad y de la infinita seguridad con la que Jesús declara tranquilamente que él no tiene nada suyo, que no puede hacer nada por si mismo si no fuera por el Padre? ¿Qué hombre aceptaría semejante desposesión? Por lo tanto ¿no es ésta la dirección que estamos obligados a seguir si queremos realmente vivir en la profundidad de nuestro corazón tal y como lo ha creado el Padre y tal y como lo ha transformado a través de la muerte y la resurrección de su Hijo?

María nos orienta en el mismo sentido. El Magnificat es a la vez un cántico de triunfo y el reconocimiento de un desprendimiento total.

Ambos van a la par. Desde el principio ella reconoció y aceptó su completa debilidad y así fue capaz de acoger al Hijo que el Padre le da. Ella se convirtió en la Madre de Dios porque es la que está más cerca de la pobreza de Dios
por un cartujo

EL MISMO ESPÍRITU ORA EN MÍ

Estamos hablando de oración. ¿Pero sabemos rezar? Me pregunto si incluso sé en qué consiste la verdadera oración. Sinceramente tengo que admitir que no. Siento en mí un llamamiento profundo en un sentido, pero sigo en la oscuridad. Felizmente:

“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. El que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu porque conforme a la voluntad de Dios intercede por nosotros” (Rm 8, 26-27).

La oración está en mi corazón. Brota de mi corazón. Y, por tanto, no es obra de mí solo. El Espíritu que me ha sido dado, ocupa enteramente mi corazón y es el que reza en mi. El Espíritu viene del corazón de Dios deseando encender en mi propio corazón la misma llama que en el suyo.
por un cartujo

Conocemos todos los pasajes de san Pablo que nos repiten lo mismo pero ¿no tenemos demasiada tendencia a considerarlos como algo puramente teórico? O, por expresarnos de manera más noble, como “verdades de la fe” es decir algo de lo que se habla con convicción pero que lo vivimos en total oscuridad.

Esta presencia del Espíritu en mi corazón seria algo que se situaría únicamente al nivel de Dios y con la cual no podría yo comunicarme más que a través de fórmulas intelectuales. La misma realidad escaparía totalmente de mi experiencia. ¿Es esto lo que verdaderamente quiere decir san Pablo?

En reacción ante lo que esta actitud tiene de excesiva, ¿es necesario exigir que toda existencia cristiana auténtica sea una experiencia de Espíritu, como la de los Apóstoles cuando recibieron las lenguas de fuego el día de Pentecostés? Esto nunca lo ha enseñado así la Iglesia. Pero, entre los dos extremos, se sitúa una actitud verdadera, accesible a todos los cristianos, en la que la presencia del Espíritu en nuestras vidas es una realidad que tiene una influencia directa sobre nuestra manera de ser, sobre nuestras relaciones de amor con nuestros hermanos y sobre nuestra oración.

Si retomamos las diferentes etapas de las que hemos hablado, constatamos una progresión. Renunciar a considerar el centro de nuestra actividad de oración al nivel de la cabeza, de las representaciones, de los sistemas de pensar, entrar en nuestro corazón, y descubrir todo un mundo desordenado de emociones y heridas que emanan de nuestro corazón y que tienen necesidad de ser purificadas. Tenemos que descubrir que hay una posibilidad efectiva de integrar todas las heridas de nuestro corazón en el movimiento de la redención, sacándolas a la luz, de manera que las podamos ofrecer conscientemente a la acción redentora de Jesús.

De esta manera y sin haberlo dicho, hemos conseguido hablar del movimiento del Espíritu en nosotros. Podemos realizar lo que acabo de decir, o sea que, realmente, el Espíritu del Señor actúe en nosotros, que nos permita desenredar, en la compleja red de nuestras emociones, lo que podemos ofrecer con paciencia y perseverancia a la gracia de purificación y de resurrección del Salvador. Todo lo que hemos hablado es ya obra del Espíritu.

Sigamos el mismo camino. Más allá de todos los movimientos caóticos del corazón y sobre todo a partir del momento en que Jesús empieza a restablecer el orden en él, observamos movimientos menos confusos que progresivamente acaban siendo ordenados y así sin más cuidado, el fondo de nuestro corazón aprende a volverse espontáneamente hacia el Señor. Y únicamente más tarde, observando lo ocurrido, nos damos cuenta de que, en verdad, el Espíritu del Señor ha estado actuando en lo más profundo de nuestro corazón en pleno silencio y con mucha discreción. A medida que la paz se instala, nace un cierto dinamismo misterioso con el que tenemos que aprender a cooperar.

De esta manera nos acostumbramos a asumir todos los movimientos de nuestro corazón, los buenos, los menos buenos y los malos, para orientarlos hacia Dios. Unos provienen directamente del Padre y vuelven a él. Otros necesitan estar transformados y asumidos por la muerte y la resurrección de Jesús. Todos piden estar integrados conscientemente en este dinamismo del Espíritu extendido en nuestros corazones. Se trata de aprender a estar atentos a los movimientos de nuestro corazón para llegar a unirlos voluntaria y conscientemente a la acción del Espíritu Santo que mora en nosotros.

Todo esto no supone ninguna “gracia mística”. Es cuestión únicamente de darse cuenta, con ayuda de la ternura y de la simplicidad, de que nuestro corazón sigue vivo y que esta vida la podemos ofrecer al Espíritu Santo para que él la lleve en su movimiento hacia el Padre.

San Pedro dice que el Espíritu nos habla con susurros difíciles de expresar. Esto último merece que le prestemos atención. La acción normal del Espíritu no es darnos ideas claras, ni iluminarnos, ni nada de esto. La acción del Espíritu consiste en llevarnos hacia el Padre.

“Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de esclavos para caer en el temor; si no que se os ha dado un Espíritu de hijos adoptivos que os hace gritar: “¡Abba! Padre!” El Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para confirmar que somos hijos de Dios”.

El Espíritu es un testigo, un dinamismo que nos arrastra. No busquemos para nada atraparle, identificarle, asirle con el fin de poder controlarle. Esto significaría expulsarle de nuestro corazón y apagarle. Dejémosle libertad plena para orar en nosotros con su manera velada, oculta y misteriosa que valoraremos luego por los resultados. Cuando empecemos a constatar que estamos aprendiendo a rezar y que, sin saber por qué, somos capaces de pedir a Dios y ser acogidos, podríamos considerar que a pesar de todas nuestras debilidades evidentes, el Espíritu ora en nosotros.

PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN

No es necesaria una larga experiencia de la existencia humana y menos todavía de la vida espiritual para saber que estamos presos en un mundo inmerso en un desorden casi sin arreglo: pecados, desequilibrios emocionales, heridas no cicatrizadas, costumbres malsanas, etc. Todo esto constituye las impurezas de nuestro corazón.

Continuamente vemos que el lenguaje de nuestro corazón está situado al nivel de las emociones. Todos los desequilibrios que acabo de enumerar se convierten en emociones fuera de lo normal; aparecen casi sin que nos demos cuenta, nos mandan, nos destruyen, nos cierran a Dios, nos unen a una especie de automatismo del mal. Y todo esto viene de nuestro corazón.

“Lo que sale de la boca proviene del corazón y eso es lo que ensucia al hombre. Del corazón provienen las malas intenciones, los asesinatos… Esas son las cosas que manchan al hombre” (Mt 15, 18-20).

Si quiero quitar la suciedad de mi ser, primero tengo que purificar mi corazón.

Ante esta urgente necesidad de rectificación, normalmente acudimos a lo que podemos llamar la “ascesis clásica”. Es una técnica probada y practicada por numerosas generaciones de monjes cristianos, hombres de buena voluntad, decididos a liberarse de la esclavitud en la que estamos apresados. Es una forma de accionar que apela a todos los recursos de nuestra voluntad, de nuestra energía y de nuestra perseverancia iluminados por la fe y el amor. La ascesis tiene sus méritos y no hay por que abandonarla, pero también tiene sus límites.

En particular, en lo que se refiere a la auténtica purificación del corazón, hay que ir más allá de las técnicas humanas. Releamos la invitación que hace San Bruno a su amigo Raúl:

“¿Qué hacer entonces, querido amigo? ¿Qué hacer sino creer en los consejos divinos, creer en la verdad que nunca engaña? Efectivamente ésta avisa a todo el mundo: “Venid a mi todos los agobiados y yo os aliviaré”. ¿No es cierto que es una pena horrible e inútil estar atormentados por los propios deseos, castigarse sin piedad por las preocupaciones y las penas, el miedo y el dolor que dan vida a esos deseos? ¿Qué carga más aplastante que ésta puede haber, cuyo peso rebaja el espíritu injustamente de su sublime dignidad hasta lo más bajo de este mundo?” (A Raúl, 9).

Existe pues una manera de purificación donde, antes que cualquier otra, hay que dirigirse a Jesús, llegar a él con el fin de recibir alivio. Él nos dirige esta invitación justo después de habernos dicho que teníamos que renunciar a ser sabios e inteligentes para convertirnos en pequeños. Entrar en el camino del corazón es reconocer que la única pureza verdadera es un don de Jesús.

“Tomad mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y hallaréis alivio en vuestras fatigas” (Mt 11,29).

La purificación fundamental se produce a partir del momento en que las impurezas y los desequilibrios que me afectan los ponemos cara a cara con Jesús. Esto no es una tarea más difícil que la ascesis clásica pero es más eficaz porque nos obliga a establecernos en la verdad: la verdad sobre nosotros mismos que nos obliga a abrir los ojos sobre la realidad de nuestro pecado; la verdad de Jesús que es el verdadero salvador de nuestras almas no solo de manera general y lejana sino porque también entra en contacto inmediato y concreto con cada una de las suciedades que nos afectan. Es necesario, pues, que aprenda a ofrecerme a él, a entregarme a él sin esperar nada, en medio de las circunstancias o a través de un movimiento profundo de mi corazón que quiere por fin re-encontrarse con su verdadera libertad.

Cada vez que constato en mi la presencia de uno de esos lazos que me paralizan, me convenzo a mí mismo de que lo más necesario no es declarar la guerra a esta servidumbre porque en la mayoría de los casos no haría más que cortar las ramas sin llegar a la raíz. Lo más importante es sacar fuera esas raíces, ponerlas a la luz del día, aunque resulten muy feas y muy desagradables. Se trata precisamente de asumirlas tal y como son y poder ofrecerlas al Señor con un gesto libre y consciente. Desde esta perspectiva, la clásica invocación: “Jesús, Hijo del Dios, ten piedad de mí, pecador”, no corre el riesgo de convertirse en una repetición vana. Es la constatación indefinidamente renovada de que va a producirse un nuevo encuentro entre el corazón purificador de Jesús y mi sucio corazón.

Es evidente que en este proceso hay un elemento de pura psicología humana pero ¿qué es entonces lo chocante? ¿No actúa siempre la gracia sobre las estructuras de la naturaleza? En este caso se convierte en soporte de la Redención que realiza en mi corazón la transformación y cicatrización de las heridas por el encuentro personal con el Jesús resucitado. Así nos acostumbramos poco a poco a dirigirnos a Él siempre, sobre todo cuando se trata de lo que hay de oscuro, tenebroso e inquietante dentro de nosotros.

Esta actitud del corazón en el principio asusta. Demasiadas veces nos han enseñado que lo único que se le puede ofrecer al Señor son actuaciones buenas y bellas. Todo lo demás no forma parte de las virtudes así que no se le puede presentar. Pero esto ¿no va en contra del Evangelio? El mismo Jesús afirma que ha venido no para curar a los sanos sino a los enfermos. Habrá que aprender pues, sin falsa vergüenza, a ser auténticos enfermos delante del medico divino que reconocen lealmente todo lo tienen de falso, engañoso y contrario a Dios. El es el único que nos puede curar.

por un cartujo

VER A TRAVÉS DEL CORAZÓN




¿Qué camino debemos tomar para llegar a ese encuentro con el Padre al que aspiramos? ¿Qué facultades ha puesto a nuestra disposición para esto? ¿Será la inteligencia, como capacidad de conocer y de reflexionar? Escuchemos la respuesta de Jesús:

“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido estas cosas a los sabios y habérselas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt 11, 25-26).

Esto parece extraño: el camino está cerrado a los inteligentes y a los que saben pensar y calcular. No es a ellos a quienes Dios ha decidido revelar sus secretos.

Sin embargo, ¿no nos ha dado Dios la cabeza y la capacidad de reflexionar, de ver las cosas, de imaginárnoslas, como medio para ponernos en contacto con los demás?

Efectivamente, estas facultades nos las ha dado Dios. Son buenas. Son indispensables. No debemos odiarlas ni despreciarlas. Pero debemos, sin embargo, reconocer sus límites.

Cuando pienso en un problema -o con más precisión en una persona muy cercana- con mi cabeza y no con mi corazón, la mantengo a distancia. La manipulo de manera que la puedo analizar a mi voluntad sin comprometerme con ella. En el fondo, no me implico, mantengo mis distancias, conservo mi seguridad respecto a esa persona.

Hago todo lo que puedo para conocerla sin dejar que me “lleve o contamine” el dinamismo que podría emanar de su corazón. Quiero permanecer libre respecto a ella. En ciertos casos, este método de actuar quizás sea bueno. Pero si lo que yo quiero es amar, seguro que no es éste el camino a seguir.

Jesús nos sigue enseñando:

“Todo me lo ha dado el Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre salvo el Hijo y aquel a quien el Hijo decide revelarlo” (Mt 11,27).

“Todo me lo ha dado el Padre”. Esto quiere decir que entre el Padre y el Hijo están suprimidas todas las distancias. Ninguno de los dos ha buscado conservar su seguridad ante el otro. Han asumido implicarse recíprocamente. Y de esta manera pueden conocerse uno a otro con un conocimiento de amor que se presenta como un misterio del que solo los iniciados pueden participar. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Nadie le conoce porque nadie le abre su corazón. Si queremos conocer al Padre hay que aceptar el hecho de que vamos a recibir este conocimiento del Hijo en la medida en que él vea que nuestro corazón está preparado para acogerle.

Para conocer de verdad a Dios tendré que renunciar pues a mis seguridades. Tengo que eliminar las distancias que el pensamiento y el mundo material me permiten guardar respecto a él. Tengo que reconocer que soy vulnerable. Este hecho que yo suelo esconder tan bien, lo tengo que aceptar a plena luz del día, vivirlo, es decir dejar que se expresen las verdaderas reacciones de mi corazón. A partir de este momento tendré la oportunidad de ponerme en relación con el Padre y el Hijo… y con todos mis hermanos.

Esto significa -en la realidad concreta- que tengo que aceptar situarme al nivel de mi corazón. Le tengo que dar el derecho a existir, a manifestarse, a expresarse según su propio modo, es decir a través de sentimientos profundos: confianza, alegría, entusiasmo, pero también miedo, a veces angustia, rabia. Esto no quiere decir que hay que vivir al nivel de la sensibilidad superficial. Al contrario, significa que tenemos que aceptar que se están desarrollando en nosotros esos movimientos profundos que nos llevan a encontrar la verdadera cara del otro. Eso es ser “pequeño”: expresarse espontáneamente y dejarse querer por el que está ante nosotros. ¡Qué difícil es tener el valor de ser pequeños!

Estas reflexiones que se sitúan en el contexto del Evangelio también encuentran su sitio en un proceso psicológico normal. Los dos niveles son evidentemente distintos, pero se completan y compenetran. Tenemos que aprender a llegar a todo a través de la mirada de amor de Jesús hacia todas sus criaturas e incluso hacia las personas divinas. Eso es lo que yo llamo “ver con el corazón”: aceptar que el Hijo me revela al Padre si yo soy capaz de asumir esta revelación, es decir siempre y cuando, y según mi capacidad de ser humano, que haya en mí y en mi corazón una imagen de la relación de intimidad que existe entre el Hijo y el Padre.

por un cartujo

"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .
Colgate la cruz en el cuello, te protegera de todo peligro, sera tu aliada en la tentacion y espantara todo mal.