Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

miércoles, 12 de enero de 2011

LAS TRES RENUNCIAS



VI. Hablemos ahora de las tres renuncias. La tradición unánime de los Padres se junta a la autoridad de las Escrituras para mostrar que son tres, en efecto. Debemos trabajar con ahínco en ponerlas por obra.
La primera consiste en despreciar todas las ri­quezas y bienes de este mundo. Por la' segunda, renunciamos a nuestra vida pasada, a nuestros vicios y a nuestras afecciones del espíritu y de la carne. La tercera tiene por objeto apartar nuestra mente de las cosas presentes y visibles,
para contemplar únicamente las cosas futuras y no desear más que las invisibles. Que es menes­ter cumplir con las tres, es el mandamiento que el Señor hizo ya a Abraham, cuando le dijo: «Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre»[1]
«Sal de tu patria», es decir, de los bienes de este mundo y de las riquezas de esta tierra. «Abandona a tu parentela», esto es, la vida y las costumbres dé antaño, tan estrechamente uni­das a nosotros desde nuestro nacimiento, que hemos contraído con ellas como una especie de afinidad y parentesco natural, cual si fuera nues­tra propia sangre. «Aléjate de la casa de tu pa­dre», o sea, aparta tus ojos del recuerdo del mundo presente.
Tenemos, efectivamente, dos padres: uno que es necesario abandonar; otro, que es preciso se­guir. David los señala a ambos en un mismo pasaje de los salmos, cuando pone en labios de Dios aquellas palabras: «Oye, hija, considera y presta atento oído. Olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre» 13. Al decir Dios al alma: «Escucha, hija mía», supone que su Majestad es su padre. Y, por otra parte, afirma que es también su padre aquel cuya casa y pueblo debe echarse en olvido.
Este olvido tiene lugar cuando, muertos con Cristo a los elementos de este mundo, no con­templamos ya, según la palabra del Apóstol, «las cosas visibles, sino las invisibles; pues las visi­bles son temporales, las invisibles, eternas» [2]14. Se realiza asimismo cuando, renunciando de co­razón a esta morada temporal y visible, diri­gimos la mirada del alma hacia aquélla, donde habitaremos eternamente.
Este estado será el nuestro desde el momento en que, a pesar de vivir en la carne, no obrare­mos ya según la carne, pues empezaremos a mi­litar en las filas del Señor. Entonces podremos con toda verdad realizar aquella palabra de San Pablo: «Somos ya ciudadanos del cielo», 15.

***

A estas tres renuncias corresponden exacta­mente los tres libros de Salomón. A la primera convienen los Proverbios, que nos enseñan a des­echar los bienes terrenos y los vicios de la carne. A la segunda, el Eclesiastés, donde se afirma que todo cuanto se hace en el haz de la tierra es vanidad. A la tercera, el Cántico de los Cánti­cos, en el cual el alma, trascendiendo las cosas visibles, se une ya, por la contemplación de las celestiales, al Verbo de Dios.
VII.                 Mal podríamos hacer la primera renuncia, aunque fuera con una fe a toda prueba, si no pusiéramos por obra la segunda con igual ardor e intensidad. El cumplimiento de ésta nos dará la posibilidad de llevar a cabo la tercera.
Esta tercera consiste, como he dicho, en aban­donar la morada de nuestro primer padre-nues­tro padre lo fue, como sabemos, según el hom­bre viejo, desde nuestro nacimiento, cuando «éramos por naturaleza hijos de ira, como el resto de los hombres» [3]16°. Entonces, despojados de este afecto, nuestra mirada se concentrará únicamente en el cielo.
De este padre habla Dios a Jerusalén, que ha­bía despreciado a su verdadero Padre celestial: «Tu padre es un amorreo y tu madre una je­tea» 17. Y también en el Evangelio: «Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre» 1g.
Dejando, pues, a ese primer padre, y salvan­do la distancia de las realidades visibles a las invisibles, podremos decir con el Apóstol: «Sa­bemos que si la tienda de nuestra mansión te­rrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos» 19. Y lo que poco ha hemos citado: «Somos ciudadanos del cielo, de donde espera­mos al Salvador y Señor Jesucristo, que refor­mará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso»[4] 2°. Y todavía estas palabras de David: «Soy peregrino en la tierra, un advene­dizo, como todos mis padres» 21. Para que sea­mos semejantes a aquellos de quienes el Señor, en el Evangelio, dice a su Padre: «Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo» 22. Y otra vez a sus mismos apóstoles: «Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece» 2 3.
Cuando no quede ya en nuestra alma vestigio alguno de esa especie de crasitud propia de la vida animal con que se sentía agravada, merece­remos llegar realmente a la perfección de esta tercera renuncia. Es señal entonces de que una mano hábil ha desbastado y limado en ella todas las disposiciones y afectos terrenos.
Por los demás, la meditación constante de las cosas de Dios y el ejercicio de la contemplación la fijan de tal manera en la esfera de lo invisible, que, atenta sólo a las realidades celestiales e in­corpóreas, olvida el efímero ropaje de su carne frágil y no tiene ya conciencia del lugar que ocu­pa su cuerpo en el espacio. Siguen ahora arroba­mientos y transportes inefables. El oído perma­nece insensible a la voz de lo que ocurre en  torno. Ni la imagen fugaz de los que pasan y discurren ante ella solicitan siquiera su aten­ción. ¿Qué digo? Junto a ella, frente a ella, se levantan los mismos objetos y aun masas im­ponentes, sin que pueda percatarse de ello con los ojos de la carne.
La verdad y grandeza de estas sublimidades sólo podrá captarlas quien tenga experiencia de ello. A este tal el Señor le ha apartado los ojos del corazón de todas las cosas de la tierra. Tan­to es así que las juzga no sólo perecederas, sino como carentes de existencia, desvanecidas en la nada como vana humareda. Íntimamente unido a Dios, al igual que Enoc, vive abstraído de la vida y ajeno a cuanto le rodea. Sólo media una diferencia: que en el personaje bíblico la elevación fue también física, como nos lo enseña el pasaje del Génesis: «Y anduvo Enoc en la presencia de Dios, y había desaparecido; no se le encontraba, porque se lo llevó Dios»[5] 2'. Y el Apóstol dice a su vez: «Por la fe fue trasladado Enoc, sin pasar por la muerte» 25. Esta muerte de la cual el Señor dice en el Evangelio: «Quien vive y cree en mí, no morirá eternamente» 2°.
Apresurémonos, pues, si queremos alcanzar la verdadera perfección, a abandonar de veras -como lo hemos hecho físicamente-a los padres, la patria, las riquezas y los deleites de este mundo. Y no se nos ocurra desandar después el ca­mino, ambicionando de nuevo lo que hemos de­jado, como hicieron otrora los hebreos. Moisés les había sacado de Egipto. Y ellos retrocedieron, no materialmente, es cierto, pero sí con el cora­zón. Dios les había librado de la esclavitud prodigando para ello sus signos y prodigios, y en retorno le abandonaron para adorar otra vez los ídolos egipcios que habían despreciado. Así se expresa la Escritura: «Y con sus corazones se volvieron a Egipto, diciendo a Aarón: haznos dioses que vayan delante de nosotros»[6] 2r. Tam­bién nosotros nos haríamos reos de la misma con­denación que Dios fulminó contra ellos cuando, después de haber gustado el maná, deploraron la falta de aquellos viles manjares, cayendo en los repugnantes vicios a que allí se habían aban­donado. Y nos haríamos asimismo solidarios de su murmuración: «Mejor ciertamente nos iba cuando estábamos en Egipto, cuando nos sentába­mos junto a las ollas de carne, y comíamos ce­bollas, ajos, cohombros y melones» 28.
Aunque todo esto sucedió en figura en aquel pueblo, no obstante, vemos que la realidad se cumple a diario en nuestra vida y profesión. Cualquiera que, habiendo renunciado al mundo, vuelve a sus gustos y tendencias pasadas, yendo otra vez en pos de sus deseos y apetitos, repite tácitamente con sus obras y sus pensamientos lo que dijeron entonces los israelitas: «Mucha mejor me iba a mí en Egipto». Me temo que los monjes de tal laya no sean menos en número que aquella multitud que prevaricó en tiempo de Moisés. Porque de los seiscientos tres mil hom­bres que se contaron, dispuestos a tomar las ar­mas, al salir de Egipto [7]29, sólo dos entraron en la tierra prometida I'. Razón por la cual debe­mos apresurarnos a seguir los ejemplos de virtud del pequeño número, de esa minoría escogida que sobresale entre los leales. El mismo Evan­gelio sintoniza también con esa figura de que hablábamos del pueblo judío, al decir que «mu­chos son los llamados y pocos los escogidos» 31.
De nada, pues, nos servirá una renuncia cor­poral y local. Significaría tanto como salir de Egipto tan sólo exteriormente. Es preciso aso­ciar la renuncia del corazón, que es la más ele­vada de las dos, y ciertamente la más útil y esencial. He aquí lo que opina de la primera el Apóstol: «Si repartiere toda mi hacienda para sustento de los pobres y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprove­cha» 32. El santo Apóstol no hubiera hablado así, de no haber presentido en espíritu que mu­chos, después de haber distribuido a los pobres  todos sus bienes, serían impotentes para esca­lar las arduas cimas de la perfección evangélica y de la caridad. Sabía que se dejarían sobornar por la soberbia y la impaciencia, y mantendrían en su corazón, sin afán de purificarse, los vicios y costumbres inmortificadas contraídos en su vida primera. Estas cosas constituyen un grave obs­táculo que les impide arribar, a aquella caridad que permanece para siempre. Ahora bien, si so­mos incapaces de llevar a cabo la segunda renun­cia, más difícil nos será practicar la tercera, que es muy superior a aquélla.
Considerad asimismo el hecho de que el Após­tol no ha dicho simplemente: «Si repartiere mi hacienda». Podría creerse en este caso que ha­bla de aquellos que, no cumpliendo el precepto evangélico, se reservan una parte de su fortuna, como hacen algunos tibios. Pero dice: «Si repar­tiere todos mis bienes para sustento de los po­bres», es decir, aunque renunciara perfectamente a los bienes de la tierra. A esta renuncia total añade otra de más quilates, al decir: «Aunque yo entregare mi cuerpo a las llamas, no teniendo caridad, nada me aprovecha.» Como si dijera: «Aunque distribuyera todos mis bienes para sus­tentar a los pobres»-según el precepto del Evan­gelio que dice: «Si quieres ser perfecto, ve, ven­de cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos»[8] "-hasta no reservarme
nada de ellos, todo eso es inútil sin la caridad. Y si a esta liberalidad añadiera yo el martirio de fuego, dando mi vida por Cristo; pero sigo siendo impaciente, irascible, envidioso o sober­bio; o si la injuria me indigna y hace montar en cólera; si busco mi interés, si soy mal intencio­nado o peor sufrido; la renuncia y el martirio del hombre exterior no me reportarán ventaja alguna, porque el hombre interior quedará aún cautivo en los vicios pasados. En vano habré des­preciado-movido por los primeros fervores de mi conversación-los bienes inocentes de este mundo que de suyo ni son buenos ni malos, sino indiferentes, si no he despreciado al mismo tiempo las riquezas de un corazón vicioso, que de por sí son malas. Por eso no llegaré nunca a aquella divina caridad, que es paciente y benigna, que no es envidiosa ni arrogante, que no se irrita, ni es descortés ni interesada, que no piensa mal; antes bien, todo lo sufre, todo lo tolera [9]34, que, en fin, no permite que los que la buscan fiel­mente sean suplantados por la astucia del pe­cado.

 

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