Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

viernes, 13 de mayo de 2011

Humildad y mansedumbre

HUMILDAD

No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad. Despreciaos sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al menos hacerlo; veréis los resultados. Si pudierais llegar a mar (voluntariamente) la humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso hacia Dios. Aceptad francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas humillaciones cotidianas. Procuradlo; sólo cuesta el primer paso. Podría así arraigarse el hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz!.

Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla sin cesar, pero sosegadamente.

En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar mucho.

Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo; querer lo contrario sería querer lo imposible.

Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás como para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir con sencillez, exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y orad.

Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide para poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para humillaros. Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea, os es más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos humilla como nuestros defectos.

Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la materia prima de vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del proverbio: «Quien bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por «mucho». Dejad a esa palabra todo su sentido de mesura, prudencia y firmeza, pero no de dureza. Consideradlos como una mina inagotable de méritos y de humillaciones. En este sentido lamentaría que no tuvierais defectos.

Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho. Y todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente, nos desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro candente, como una quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de haber cometido una falta y al menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos para responder a los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la más pequeña humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás podrá Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para que nos mire cada día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para que los demás tengan siempre buena opi-nión de nosotros, haciendo valer para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso, las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de todas y prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya no las concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino.

Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que exista realmente en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de arraigaría y de hacerla progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula sencilla que traduzca el hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si, por ejemplo, rompéis un vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy; siempre hago lo mismo», o «El vaso se me deslizó de entre las manos y se ha roto», etc., decid sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde, con el sincero deseo de no disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso, en ciertos casos, no digáis nada, pero que vuestro silencio traduzca las verdaderas disposiciones de vuestra alma.

No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros sentimientos de humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a menos de que por «sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino disposiciones del alma, actitudes espirituales.

¡ Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si tuviéramos un juicio recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras verdaderas cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios; y sobre nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas tampoco, sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los Santos vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que nosotros consideramos como naderías les parecían enormes a causa de su altísima idea de la santidad de Dios y de su horror profundo por la menor imperfección. Y como estaban iluminados de una manera extraordinaria, la humildad de abyección les confundía cuando contemplaban su miseria y les hacía pronunciar sobre sí mismos unos juicios que nos asombran.



MANSEDUMBRE

La mansedumbre es una de las virtudes morales más importantes para la vida contemplativa. Para que podamos dedicarnos a contemplar, nos hace falta paz interior y exterior. La mansedumbre sosiega la agitación de nuestra alma, nos permite conservar esa valiosísima paz interna y externa; facilita la oración, conversación familiar e íntima con Dios; gracias a ella podemos escuchar la voz de Dios y seguirla.

Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar contra el obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí; sin él, no seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada, inerte, y no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni siquiera contra el pecado.

Pero este apetito que en sí mismo no es malo, fácilmente se transforma en desordenado y reprensible cuando se enfada uno por cosas que no lo merecen y por razones que no son buenas. Nace entonces en el alma un deseo de venganza. Cuando se nos contraría o hiere, padecemos, y porque padecemos guardamos en el fondo del corazón el secreto deseo de hacer lo mismo cuando nos llegue la vez.

Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la cólera, y no como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos querer bien, sino por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es resbaladizo; pues ese deseo de venganza plenamente consentido, salvo en el caso de parvedad de materia, podría convertirse en pecado mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo de venganza no es plenamente consentido, pero es inquietante desde un principio: y como una corriente profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra actividad sin que nos percatemos de ello.

De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al final su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento favorable para herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente contrario a la virtud de mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un alma que guarda ese sentimiento -y ni siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de ese deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno confesarse-, jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy doloroso y que impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para contemplar a Dios.

La segunda y más corriente forma de los defectos opuestos a la virtud de la mansedumbre es la impaciencia, el mal humor. Cuando nuestro juicio es contrario sentimos irritación, descontento, rabieta. Parece que nos arrancan algo de nosotros mismos, de nuestra alma: una preferencia, un gusto por una cosa secundaria que nos agradaba, una determinación que habíamos tomado ya..., sentimos la necesidad de demostrarlo por una manifestación exterior, y de ahí los encogimientos de hombros, la réplica viva, altiva, la mirada torva.

Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para paralizar el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra fuerza, para impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de nosotros. Tenemos que callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas frases que nos parecen tan oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos. Si podéis hacerlo, hablad en un tono absolutamente moderado, totalmente amable. Pero si no sois capaces. callaos para sofocar, detener, comprimir esa erupción volcánica de la cual no sois dueños.

Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse no podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está uno ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno dedicado a rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran podido decirse, y la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que no puede devanarse; apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible ocuparse de Dios durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración transcurrirá en esta discusión interior con el que nos hirió. Y es una pena muy grande perder la propia oración. Al final, nos diremos: «¿En qué he estado pensando? He sido desdichado, he sufrido y no he orado porque no he sabido dominar esta pasión, esta corriente subterránea que se lo ha llevado todo.»

Robert de Langeac - La vida oculta en Dios (i

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Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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